Regalo
Francisco Arzave
Eduardo vino corriendo a mi llamado y sin querer me dio un regalo.
Su historia no es diferente a la de miles de seres que deambulan por las calles de la ciudad pero es igualmente triste.
A sus treinta y tres años de edad, Eduardo vive en las alcantarillas de la canalización del rio Tijuana a pesar del constante operativo de “limpieza" que realiza el ayuntamiento desde hace un par de años.
Con la delgadez que dan el hambre y la adicción, el joven me confió su historia.
Como muchos, de pequeño fue llevado por su madre a San José, California, donde creció y como él mismo dice “se echó a perder”. Dejó la escuela y su sueño de convertirse en abogado para dedicarse a las pandillas, consumir y vender drogas.
Indocumentado como muchos, un día fue arrestado por la policía californiana por posesión de enervantes y al revisar su “record”, simple y sencillamente lo deportaron a Tijuana donde vaga desde hace algunos años.
Una falla de mi carro me obligó a solicitar su ayuda. Rápidamente aceptó sin saber a ciencia cierta de qué se trataba. Llegó jugando con una franela que utiliza para limpiar autos a cambio de alguna moneda.
Era evidente que no estaba totalmente en sus cinco sentidos como también, que no había olvidado el inglés aprendido durante su infancia y adolescencia.
Incapaces ambos de arreglar el carro, me contó su vida en las alcantarillas y el mundo de la droga. Sin ánimo de redención me platicó su eterna lucha por sobrevivir, el hambre apenas mitigada por alguna dosis de heroína, marihuana o lo que cayera en sus manos.
Me contó el asedio constante de la policía de quien se quejó porque “nos echan lumbre con botellas con gasolina para sacarnos de las alcantarillas, algunos se queman, nos roban, he visto gente que se muere por cualquier cosa, pero aquí sigo.”
Ante la necesidad de llamar a la grúa, le ofrezco unas monedas. Él las rechaza porque “no he hecho nada” en cambio comienza a limpiar mi descompuesto automóvil.
Le invito un café, acepta y nos encaminamos a la tienda. La empleada se le queda viendo con desconfianza, le digo a Eduardo que tome algo y la dependiente se tranquiliza. Tímidamente agarra una botella de jugo y una pieza de pan que guarda en el bolsillo de su pantalón y me promete terminar la limpieza del carro.
Después de un buen trago a la botella arranca a hablar de su familia, me dice que su mamá y hermanos viven en el otro lado pero que ninguno lo quiere ver.
Se le enrojecen los ojos al recordar los consejos de su madre, “me dijo bien claro lo que me iba a pasar con la droga y aquí estoy, no quiere saber nada de mi, pero sé que nada le gustaría más que yo es tuviera bien, limpio.
Con el mayor tacto posible y sin ánimo de entrometerme, me atreví a preguntarle por sus intentos por rehabilitarse y su gran posibilidad de rehacer su vida con sus conocimientos de inglés, pero él advirtió mi intención y me dijo en pocas palabras que por el momento lo suyo era la droga. No pensaba acabar en una oficina contestando teléfonos, prefería seguir limpiando carros y andar libre a pesar de todo. No pidió mi comprensión y mucho menos mi aceptación.
“He entrado a miles de centros y nada, me gusta la libertad y la droga para que más que la verdad. Pero eso sí, no le robo a nadie, prefiero limpiar carros y seguir así con lo mío”, dijo mientras batallaba para sacar al de brillo al auto.
Se despidió y se fue jugueteando con su franela. Yo miré mi carro descompuesto y mientras lo levantaba la grúa, curiosamente me sentí inmensamente afortunado.